PAOLINI, CRISTOPHER
PROMESAS SIN CUMPLIR
LEALTAD PUESTA A PRUEBA...
FUERZAS QUE SE ENFRENTAN.
Eragon y su dragona, Saphira, han conseguido escapar con vida después de la colosal batalla contra los guerreros imperiales. Una vida que Eragon sabe sujeta a la fuerza de las promesas sin cumplir. La primera es la que Eragon le hizo a su primo Roran: rescatar a su amada, Katrina, de las garras del rey Galbatorix. Sin embargo, éste no es más que el primero de sus compromisos. Eragon también le debe la lealtad a los vardenos, quienes necesitan desesperadamente su talento y su fuerza, y lo mismo les sucede a elfos y enanos. Cuando los problemas empiezan a aflorar y el peligro ataca desde todos los flancos, Eragon se ve obligado a elegir. Una elección que podría llevarlo a recorrer el Imperio entero, e incluso más allá de sus fronteras; una elección que podría acabar con un sacrificio inimaginable.
Eragon es la única esperanza de salvar Alagaësia de la tiranía. ¿Podrá el hijo de un granjero unir a las fuerzas rebeldes y vencer al Rey?
EL REGRESO DEL JINETE DE DRAGONES
BRISINGR es una de las primeras palabras que pensé para el título de este libro, y siempre me pareció la más correcta. Como la primera palabra del lenguaje antiguo que Eragon aprendió, tiene un significado muy particular para su legado como jinete de dragón. En este nuevo libro, la palabra se convertirá en algo mucho más importante de lo que Eragon pudo haber imaginado jamás.´
Christopher Paolini
PRIMER CAPITULO
Luz y sombra
Saphira rasgaba el suelo con los pies. ¡Vayámonos!
Eragon y Roran dejaron sus bolsas y las provisiones colgadas
de la rama de un enebro y treparon por la espalda de
Saphira. No tuvieron que peder tiempo en ensillarla; había
llevado los arreos toda la noche. Bajo su cuerpo, Eragon sentía
el calor del cuero moldeado, casi hirviente. Se agarró a la púa
del cuello para permanecer estable si había cambios repentinos
de dirección, mientras que Roran pasó su grueso brazo en
torno a la cintura de Eragon y blandió el martillo con el otro.
Un fragmento de esquisto crujió bajo el peso de Saphira
cuando la dragona se agachó y luego, de un solo salto vertiginoso,
se alzó hasta la cima del barranco, donde se equilibró
por un instante antes de desplegar sus alas gigantescas. Las
finas membranas repicaban mientras Saphira los alzaba hacia
el cielo. En aquella posición vertical parecían dos velas de
un azul transparente.
-No aprietes tanto -gruñó Eragon.
-Perdona -contestó Roran aflojando los brazos.
Les resultó imposible seguir hablando porque Saphira
volvió a saltar. Cuando llegó a lo más alto, bajó las alas en
una batida poderosa para lograr que los tres llegaran aún
más arriba. Cada aleteo los acercaba más a las nubes lisas y
estrechas que se extendían desde el este hacia el oeste.
Cuando Saphira apuntó hacia Helgrind, Eragon miró a la
izquierda y descubrió que, gracias a la altitud, alcanzaba a
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ver una franja amplia del lago Leona, a unos cuantos kilómetros
de distancia. Una gruesa capa de niebla, gris y fantasmal
bajo el brillo del alba, emanaba del agua, como si un
fuego embrujado ardiera en la superficie del líquido. Eragon
aguzó la mirada, pero ni siquiera su vista aguileña le permitía
distinguir la otra orilla, ni las laderas sureñas de las Vertebradas,
cosa que lamentaba. No había vuelto a ver las
montañas de su infancia desde que abandonara el valle de
Palancar.
Al norte se alzaba Dras-Leona, una mole gigantesca y laberíntica
que parecía una fornida silueta contra el muro de
niebla que bordeaba su flanco oeste. El único edificio que
Eragon pudo identificar era la catedral donde lo habían atacado
los Ra´zac; su aguja irregular se alzaba sobre el resto de
la ciudad como una lanza rugosa.
Eragon sabía que en algún lugar del paisaje que desfilaba
veloz por debajo de ellos estaban los restos del campamento
en que los Ra´zac habían herido de muerte a Brom. Dio rienda
suelta a toda la rabia y el dolor que le provocaban los sucesos
de aquel día -así como el asesinato de Garrow y la
destrucción de su granja- para obtener de ellos el valor
-o, mejor dicho, el deseo- para enfrentarse a los Ra´zac en
combate.
Eragon -dijo Saphira-. Hoy no hace falta que mantengamos
en guardia nuestras mentes y nos escondamos
los secretos, ¿verdad?
No, salvo que aparezca otro mago.
Cuando el arco superior del sol coronó el horizonte, brotó
un haz de luz dorada. En un instante, todo el espectro de
colores dotó de vida a un mundo hasta entonces monótono;
brillaba el blanco de la niebla, el agua adoptó un intenso
azul, el muro embarrado que rodeaba el centro de Dras-Leona
reveló sus costados de un deslucido amarillo, los árboles
se ataviaron de todos los matices del verde y el suelo se ruchristopher
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borizó de rojo y naranja. Helgrind, en cambio, permanecía
como siempre: negra.
La montaña de piedra crecía rápidamente a medida que
se acercaban. Incluso desde el aire resultaba intimidante. Al
lanzarse en picado hacia la base de Helgrind, Saphira se inclinó
tanto a la izquierda que Eragon y Roran se habrían caído
si no llegan a llevar las piernas atadas a la silla. Luego el
dragón recorrió como un látigo la pista cubierta de piedras y
sobrevoló el altar en el que los sacerdotes de Helgrind celebraban
sus ceremonias. El borde del yelmo de Eragon atrapó
el viento al pasar y emitió un aullido que casi lo dejó sordo.
-¿Y? -gritó Roran. No veía nada por delante.
-¡Los esclavos se han ido!
Eragon sintió como si un enorme peso lo aplastara contra
la silla cuando Saphira abortó el descenso y trazó una espiral
en torno a Helgrind en busca de una entrada al escondrijo
de los Ra´zac.
No veo ni un agujero en el que quepa una rata de bosque
-anunció.
Redujo la velocidad y se mantuvo en el aire ante una
protuberancia que conectaba la tercera cumbre más baja de
las cuatro con la siguiente. Aquel contrafuerte recortado
multiplicaba de tal manera los estallidos producidos por el
batir de las alas que se convertían en truenos. A Eragon le
lloraban los ojos por la presión del aire contra la piel.
Una redecilla de venas blancas adornaba la parte trasera
de los peñascos y pilares, donde la escarcha se acumulaba en
las grietas que iban recorriendo la piedra. Nada más perturbaba
la penumbra de las fortificaciones de Helgrind, oscuras
y barridas por el viento. Entre las piedras inclinadas no crecían
árboles, ni matas, hierba, musgo o líquenes, ni se atrevían
las águilas a anidar en los salientes de las torres partidas.
Fiel a su nombre infernal, Helgrind era un lugar mortal
y permanecía al abrigo de los pliegues de sus riscos y hendiluz
y sombra
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duras, dentados y afilados como navajas, como un espectro
huesudo que se alzara para hechizar la tierra.
Eragon proyectó su mente y confirmó la presencia de
uno de los