MARI, ANTONI
A mi padre nunca le había gustado el cine. Supongo que debía tener muchas razones para ello, aunque creo que las fundamentales eran la sala misma de proyección, cerrada y oscura, y la promiscuidad con la multitud. Nunca nos prohibió asistir a la proyección de una película, sobre todo cuando fuimos ya un poco mayores, pero sabíamos, por el entrecejo fruncido y un rictus tirante en la boca, que no le gustaba nada: que abominaba de aquella atmósfera enrarecida y tan poco saludable de las salas de proyección. Creo que empecé a ir al cine con cierta regularidad a partir de los dieciesiete años, y casi siempre a escondidas o mintiendo sobre verdadero lugar al que iba cuando salía de casa...