CARRILLO SALCEDO, JUAN ANTONIO
Cierto día de 1933, durante una sesión del Consejo de la Sociedad de Naciones en la que se atendía la queja de un judío, Goebbels, el representante de la Alemania nazi dijo: «Somos un Estado soberano y lo que ha dicho este individuo no nos concierne. Hacemos lo que queremos de nuestros socialistas, de nuestros pacifistas, de nuestros judíos, y no tenemos que soportar control alguno ni de la Humanidad ni de la Sociedad de Naciones».
A pesar del tiempo transcurrido y de la terrible estela que ha dejado en la memoria de la Humanidad el eco de tales declaraciones, todavía hoy no es infrecuente escuchar argumentos semejantes entre los dictadores y genocidas del presente. Sin embargo, empieza a abrirse paso la convicción de que, desde entonces, y por lentamente que esto haya ocurrido, las cosas han cambiado ?están cambiando? de modo radical: hoy es opinión común que la protección de los derechos humanos no puede detenerse en las fronteras nacionales de ningún país; el clásico principio de no intervención en los asuntos internos de otro Estado ha quedado desplazado por el principio del deber de injerencia de la comunidad internacional en el caso de violaciones graves y masivas de los derechos humanos; a diario se exige la creación de un Tribunal Penal Internacional para crímenes contra la Humanidad. En definitiva, el mundo parece haberse vuelto un lugar más inhóspito para los genocidas que lo habitan.
Detrás de cada una de esas demandas se halla una idea común y sus corolarios: el principio de la intrínseca dignidad de todo ser humano y la convicción de que los conceptos de civilización y de paz ya es imposible disociarlos del respeto de los derechos humanos fundamentales y del rechazo de la barbarie. Dignidad, pues, frente a barbarie. Un programa que, en el cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sigue siendo, hoy por hoy, irrenunciable.
